viernes, 16 de abril de 2010

JUAN JOSÉ MILLÁS

LOS OBJETOS NOS LLAMAN
LOS ORÍGENES
Mi pierna derecha

Mi padre estaba en el borde de la carretera, junto a su automóvil. Esperaba, con un bidón de plástico en la mano, que alguien lo recogiera. Yo iba en moto, con un casco que me ocultaba la cara. Me detuve junto a él sin identificarme.
—¿Te has quedado sin gasolina? —pregunté.—Sí —respondió.—Sube.
Mi padre subió a la moto sin haberme reconocido. Hacía cinco años que no nos veíamos, ni nos hablábamos. La última vez que nos habíamos dado un abrazo fue en el entierro de mi madre. Después, sin que hubiera sucedido nada entre nosotros, habíamos ido espaciando las llamadas telefónicas hasta que se cortó la comunicación.
Noté cómo agachaba la cabeza para protegerse del aire. Sin duda, reparó en el alza de mi zapato derecho, pues tengo esa pierna un poco más corta que la izquierda. Mi padre me había hablado muchas veces del disgusto que se habían llevado cuando, tras mi nacimiento, el médico les dio la noticia. Yo nunca lo he vivido como un drama, pero siempre me pareció que ellos se sentían culpables por aquellos centímetros de menos, o de más, según se mire: jamás conseguí averiguar cuál de las dos piernas consideraban defectuosa.
Conduzco con mucha agilidad, colándome entre los coches con movimientos que desde algún punto de vista podrían parecer imprudentes. Noté que mi padre, pese al pudor que le daba el contacto con otro hombre, se cogía a mi hombro con la mano izquierda mientras intentaba pegar a su muslo el bidón de plástico que llevaba en la derecha. Supe que no dejaba de mirar el alza del zapato. Sin duda, se habría preguntado por la posibilidad de que yo fuera su hijo. Quizá recordara la sucesión de médicos por los que había pasado, la cadena de radiografías, el rosario de
soluciones, para llegar al fin a ese remedio sencillo, mecánico, de colocar un pequeño suplemento en el zapato de la pierna más corta. Entonces, ejerció sobre mi hombro una presión que podría interpretarse como una muestra de afecto a la que no respondí.
Al poco llegamos a la gasolinera, donde se bajó de la moto con el bidón de plástico en la mano. Le dije que no podía llevarlo de regreso hasta su coche y él respondió que no me preocupara, que ya encontraría a alguien. Noté que intentaba ver mi rostro a través de la visera ahumada de mi casco. Esa noche sonó el teléfono un par de veces en mi casa, pero colgaron cuando lo cogí.

4 comentarios:

  1. Os dejo un cuento de Juan José Millás. En clase ya os he leído algunos de sus cuentos.
    Buscad información sobre él y su obra.
    Si alguien se anima, intentad escribir vuestro cuento.

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  2. Nació en Valencia en 1946, pero se trasladó a Madrid, donde actualmente reside, en 1952. Estudió en el colegio Claret y realizó sus estudios preuniversitarios en el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid.

    A principios de 90 comenzó su labor periodística en el periódico El País, a la vez que colaboraba en otros medios de comunicación.
    Sus obras han sido traducidas a quince idiomas, entre ellos, inglés, francés, alemán, portugués, italiano, sueco, danés, noruego y holandés, etc.

    Juan José Millás ha sido merecedor de muchos premios, entre los que están:
    -Sésamo de novela (1975, Cerbero son las sombras)
    -Nadal (1990, La soledad era esto)
    -Acebo de honor (1993, Ediciones Azucel)
    -Teatro de Rojas (1994, Ella imagina)
    -Continente de periodismo (1998, artículo En el vientre de la ballena)
    -XII Tiflos de periodismo (1998, reportaje Ciego por un día)
    -Premio de la crítica de la Asociación de escritores y críticos de Valencia (1999, El orden alfabético)
    -Mariano de Cavia de periodismo (1999)
    -I Premio de Lectura Sánchez-Ruipérez (2000)

    Eva Romero Quesada.

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  3. MUJERES GRANDES
    A mi madre le gustaban las historias de hombrecillos que cabían en la palma de la mano. Todos los años, cuando comenzaba el invierno y sacaba los abrigos del fondo del armario, nos decía: «Mirad bien en los bolsillos, no vaya a haber hombrecillos y les hagáis daño al meter las manos.»
    Si nos veía entrar en una habitación a oscuras, nos pedía que lleváramos cuidado para no pisarlos, y por las mañanas, antes de ponernos los zapatos, teníamos que comprobar que no se había colado ninguno en su interior. Una vez me regalaron un gato, pero mamá me convenció de que lo devolviera, no porque a ella no le gustaran los gatos, sino por el peligro que podía constituir para los hombrecillos. Nunca vi a ninguno, pero vivía obsesionado con ellos y durante el desayuno solía dejarles, en un travesaño que había debajo de la mesa del comedor, un par de galletas que a la hora de la cena habían desaparecido. Quizá mi madre las retiraba en secreto. Tal vez se las comía ella misma para alimentar a los hombrecillos que llevaba dentro de su cabeza.
    Hay una rama de la literatura que se ocupa de los hombrecillos. Son gente cuya única particularidad es la de caber en un dedal. Yo tuve muchas fantasías con ellos, sin duda influido por la obsesión de mi madre y por la lectura de Gulliver. Como fui un niño solitario, los hombrecillos imaginarios llenaron el vacío de las relaciones personales. A veces, cuando abría un cajón, intentaba sorprender a uno de estos hombrecillos escondiéndose detrás de un carrete de hilo. En el cuarto de baño, jamás quitaba el tapón del lavabo antes de comprobar que no había hombrecillos flotando en el agua.
    Creo que no tenían ningún rasgo de carácter en particular. No eran buenos ni malos, ni locos ni cuerdos, ni ignorantes ni sabios. Conocemos las cualidades morales de las hadas, y de las brujas, pero los hombrecillos de mi madre carecían de un estatus moral. Simplemente, eran hombrecillos. Esto, que de mayor me produce alguna perplejidad, de pequeño me parecía normal. Si habías conseguido ser un hombrecillo, no necesitabas ser otras cosas. Sólo los hombres necesitan ser ingenieros o periodistas o abogados.
    Muchas veces me pregunté por qué estos seres carecían de una réplica femenina, pues mi madre siempre hablaba de hombrecillos, jamás de mujercillas. Yo los imaginaba con sombrero de fieltro y corbata. Eran en general muy fumadores y parecían gozar de una buena posición económica. Un día le pregunté a mamá por qué no estaban casados con señoras del mismo tamaño y levantó los hombros como si no tuviera explicación. Pero luego no pudo resistirse y añadió con expresión de orgullo: «Es que están enamorados de las mujeres grandes.»



    Aquí os dejo otro cuento de Juan José Millás, porque Eva ya ha puesto todo sobre su vida.
    ¡Espero que os guste!

    MARÍA QUESADA

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  4. ¡Muy bonito!
    Lo que yo espero es que, a través de estas incursiones en distintos autores, textos..., os animéis a leer y buscar en la literatura una fuente de diversión y aprendizaje gratuita.

    Gracias por enriquecer mi trabajo con vuestro interés.

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